Redacción
Desde los primeros albores del cristianismo se ha confirmado, repetidamente, que frente a una oleada de barbarie desatada en contra de nuestra santa religión católica, surge incontenible el anhelo de sus hijos más selectos por ofrendar su vida en prenda de su fe. Las tres biografías que aparecen a continuación son un claro ejemplo de tal aseveración. Se trata de tres carmelitas descalzas del Carmelo de la ciudad de Guadalajara, España, las cuales recorrieron juntas la senda del martirio, por amor a Jesucristo.
Pocos años antes de iniciarse la guerra civil española, en el estado de Jalisco, México, el pueblo había librado una lucha heroica en defensa de su fe católica. Fue llamada “Guerra de los Cristeros” (1926-1929), quienes murieron al fervoroso grito de "¡Viva Cristo Rey!". Sin duda las noticias de los mártires mexicanos infundieron vehementes sentimientos de heroísmo en no pocos sacerdotes y religiosos, particularmente en el alma de las Hermanas María del Pilar, Teresa del Niño de Jesús y María Ángeles de San José, como se verá más adelante. El destino de nuestras tres carmelitas tuvo un único desenlace que las unió en un glorioso martirio común.
Ya desde años atrás la hostilidad al clero y a las órdenes religiosas era patente en toda España. La guerra fue declarada el 18 de julio de 1936 y para el día 22 la ciudad de Guadalajara, España, era blanco de bombardeos despiadados. Las monjas del Carmelo de San José fueron alertadas del inminente asalto al convento por las chusmas enardecidas, que intentaban quemarlo. Vestidas de seglares lo abandonaron de dos en dos, llevando todavía en su boca la Sagrada Forma, pues acababan de comulgar.
Cinco de ellas se refugiaron primero en el sótano de un pequeño hotel; pero el sitio era inseguro, por lo que se trasladaron luego a una pensión. Debido a la falta de espacio donde alojarlas a todas, la tarde del día 24 la hermana Teresa se ofreció a llevar a las Hermanas Ángeles y Pilar al domicilio de una persona amiga. En esta huida, pasaron frente a un auto estacionado lleno de milicianos de ambos sexos. Al reconocer que se trataba de religiosas, una joven de las del grupo militar, muchacha de unos dieciocho años, enardecida gritó a un compañero: "¡Dispárales, que son monjas!". Viendo que el miliciano aludido las dejaba ir sin atacarlas, ella, casi una niña, pero ya endurecida por el odio y el rencor, lo azuzó en tal forma que él reaccionó exclamando: "¡A hacer tortillas nadie me gana…!" El grupo de militares bajó del coche y siguió a las tres religiosas. Por la calle de Francisco Cuesta frente al número 5, cayó sobre la acera la hermana Ángeles, muriendo al instante, pues un disparo le había atravesado el corazón. Ese mismo corazón que se había estremecido de júbilo al intuir el martirio, la última noche de su vida, como se lo expresó a su priora: "¡Oh, madre nuestra, si tuviésemos la felicidad de ser mártires!" Tenía 31 años.
La hermana Pilar se desplomó malherida unos pasos más allá, cerca de la acera de enfrente. Emulando al beato y mártir mexicano, padre Miguel Agustín Pro, invocaba en su agonía a Dios y exclamaba anhelante: "¡Viva Cristo Rey!". Sus victimarios, ebrios de venganza, descargaron el furor de sus armas sobre su pobre cuerpo inerte y aún le asestaron un cuchillada a guisa de golpe de gracia.
Llegaron unos guardias de asalto mientras la hermana Pilar profería gritos de dolor. Le trasladaron a una farmacia cercana; su estado era tan grave que hubo que llevarla de inmediato a la Cruz Roja, donde con gran dificultad la subieron a la mesa de operaciones. No había nada que hacer, pues estaba hecha pedazos. Tenía el hombro y una rodilla destrozados y los perdigones habían atravesado su vientre y su espalda. Un balazo le había roto la columna vertebral; sus piernas le colgaban inertes, y además tenía al descubierto el riñón, a causa de la puñalada sufrida. ¡Era un Santo Cristo! Clamaba pidiendo de beber. Sin embargo en medio de su extremo sufrimiento, oraba en voz alta suplicando a Nuestro Señor: "… ¡Perdónales, porque no saben lo que hacen!".
En su agonía, Dios le concedió que las almas caritativas que la atendieron fueran como ángeles que mitigaron su dolor. En particular la enfermera, un Hija de la Caridad, digna de ese nombre, quien oró con ella y le dio a besar un crucifijo, y en cuyos brazos murió finalmente la hermana Pilar. Hasta su último instante de vida rogó por sus victimarios. Tenía 58 años de edad, y de ellos había dedicado como religiosa 38 a servir al Señor.
Al ver a sus dos hermanas caer sin vida, la tercera carmelita, Teresa del Niño Jesús, trató de refugiarse en el portal de la casa Nº 1, y después en un hotel cercano, impidiéndoselo la presencia de más milicianos. Uno de ellos, de nombre Palero, pretendió rescatarla de “esos bárbaros” y tomándola del brazo se la llevó rumbo al panteón, a pesar de las protestas de ella. Eran evidentes sus malas intenciones; otros hombres no mejores que él se le agregaron en el camino, y cuando Palero quiso atacarla ella lo rechazó valientemente, llamándolos a todos ellos cobardes y asesinos. Estos, ya junto a las tapias del cementerio, la cercaron y, la querían obligar a lanzar “vivas” al comunismo. La heroica virgen vitoreando a Jesucristo, se desprendió de sus verdugos y corrió hacia delante con los brazos en cruz, mientras proclamaba una y otra vez: " ¡Viva Cristo Rey!".
Iba de espaldas cuando le dispararon varios balazos. Cayó atravesada en la acera, empapada en sangre, mientras sus asesinos buscaban en vano algo de valor en su maletín; viendo que sólo contenía unas estampas deseando el martirio y otras pocas cosas, se retiraron. Un hombre de una funeraria que pasaba por ahí se acercó y vio que estaba con vida, en estado convulsivo. Cerca de media hora más tarde se la encontró muerta, tendida a las puertas del cementerio, todavía chorreando sangre por el corazón. Había cumplido apenas 27 años. Sus ojos estaban cerrados, pero cuando él se inclinó para verla ella los abrió y así se quedó. Su joven rostro tenía la blancura de un lirio.
Siendo aún novicia, la hermana María de los Ángeles escribió en una ocasión sobre una estampa que mostraba al Niño Jesús con tres corderos, la siguiente invocación:
¡Oh, dulcísimo Jesús!, como tres ovejitas fieles, queremos seguirte siempre hasta, si es necesario, dar nuestra vida por ti".
“En la vida y el martirio de Sor María del Pilar de San Francisco Borja, de Sor María de los Ángeles de San José y de Sor Teresa del Niño Jesús, resaltan hoy, ante la Iglesia, unos testimonios que debemos aprovechar:
- el gran valor que tiene el ambiente cristiano de la familia, para la formación y maduración en la fe de sus miembros;
- el tesoro que supone para la Iglesia la vida religiosa contemplativa, que se desarrolla en el seguimiento total del Cristo orante y es un signo preclaro del anuncio de la gloria celestial;
- la herencia que deja a la Iglesia cualquiera de sus hijos que muere por su fe, llevando en sus labios una palabra de perdón y de amor a los que no los comprenden y por eso los persiguen;
- el mensaje de paz y reconciliación de todo martirio cristiano, como semilla de entendimiento mutuo, nunca como siembra de odios ni de rencores;
- y una llamada de heroicidad constante en la vida cristiana, como testimonio valiente de una fe, sin contemporizaciones pusilánimes, ni relativismos equívocos.
La Iglesia honra y venera, a partir de hoy, a estas tres mártires, agradeciéndoles su testimonio y pidiéndoles que intercedan ante el Señor para que nuestra vida siga cada día más los pasos de Cristo, muerto en la Cruz”.
Juan Pablo II, Homilía en la Misa de beatificación, Roma, 29 de marzo de 1987.
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