Redacción
Cualquiera que lea los relatos de San Lucas y San Juan acerca de los tres hermanos que vivían en Betania, conoce los rasgos esenciales de Marta.
Su casa estaba situada a unos 4 kilómetros de Jerusalén y, siempre que el Hijo del hombre se acercaba a la ruidosa capital durante sus peregrinaciones, acostumbraba hospedarse en la tranquila casa de Betania.
Cristo amaba a aquellos tres hermanos: Lázaro, María y Marta; puesto que con su rectitud, su armonía fraternal y su piedad, vivían los principios que Él predicaba.
María, la hermana menor, según nos narra San Lucas, era una mujer tranquila, amante de escuchar las palabras del divino Maestro; Marta cuidaba la administración del hogar. Estaba acostumbrada al servicio callado que no espera agradecimiento ni recompensa. Sin embargo, ella también hubiera preferido, al igual que María, estar sentada a los pies del Maestro, pendiente de sus palabras, en lugar de trabajar en la cocina y en el sótano. Es comprensible que un día se haya dejado llevar por su temperamento y se haya quejado ante el Salvador por la actitud de su hermana. Nuestro Señor, empero, conocedor de las profundidades del corazón, no le dio totalmente la razón en su respuesta:
“Marta, Marta, una sola cosa es necesaria… María ha escogido la mejor parte” (Sn Lc 10, 41-42).
Marta comprendió muy bien la advertencia. Lo prueba el hecho de que estando su hermano Lázaro enfermo, no confió en los médicos ni en sus medicinas, sino que mandó llamar a Jesús.
El maestro puso a dura prueba su confianza y la de su hermana. Lázaro ya estaba en la tumba cuando él, finalmente llegó a Betania. Marta acudió a su encuentro. A pesar de que sus esperanzas se habían desvanecido por la ausencia del Maestro, pronunció aquella solemne confesión en el poder mesiánico de Cristo: “Yo creo que tú eres el Hijo de Dios” (Sn Jn 11, 27). Esta fe la engrandece y la hace digna de ver uno de los prodigios más espectaculares en la vida de Cristo: la resurrección de un cadáver en plena descomposición.
Otra vez, poco antes de la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén, tuvo Marta la oportunidad de servirle. Durante los días de la Pasión, Marta no se encontraba cerca de Cristo como las otras mujeres piadosas que lo habían seguido desde Galilea. Su lugar estaba en Betania, lejos del Maestro, porque los fariseos atentaban contra la vida de su hermano, el resucitado. Hasta aquí tenemos los datos precisos de los evangelistas.
Las manos de Marta no descansan ni siquiera en la muerte; es la patrona de todas aquellas mujeres que, como ella, pasan su vida junto a la estufa, junto al lavadero y tienen muy poco tiempo para la oración y la meditación; pero comienzan y terminan su jornada en el nombre de Dios, realizando un verdadero servicio a la comunidad, es decir hacen verdadera oración y actos de culto a Dios.
¡Santa Marta, patrona de las amas de casa, ruega por ellas!
“Marta lo hospedó… Era una sirvienta que hospedaba a su Señor; una enferma, al Salvador; una creatura, al Creador. Le dio hospedaje para alimentar corporalmente a Aquel que la había de alimentar con su Espíritu… Que nadie de vosotros diga: “Dichosos los que pudieron hospedar al Señor en su propia casa”. No te sepa mal., no te quejes de haber nacido en un tiempo en que ya no puedes ver al Señor en carne y hueso; esto no te priva de aquel honor, ya que el mismo Señor afirma: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”.
San Agustín, Sermón 103.
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