Redacción
¿Quién no conoce y no acepta como un amigo a este hombre original, con músculos de hierro y espíritu cándido, fiel y sincero, como el alma de un niño? No es de asombrarse que haya sido el santo por excelencia del pueblo durante la Edad Media y que la gente haya peregrinado con fervor a Santiago de Compostela.
Santiago el Mayor no reflexionó mucho cuando el Rabí de Nazaret se acercó a su lancha y le dio la orden decisiva: "Sígueme".
Durante tres años acompañó al Señor, junto con su hermano Juan y su madre Salomé, presenció asombrado los milagros que Jesús realizaba; fue testigo de su transfiguración en el Tabor y escuchó la voz del Padre que salta de las nubes, como antes había escuchado las parábolas y predicaciones de su Maestro. Él amaba al Señor de tal manera, que deseaba ardientemente que cayera fuego del cielo sobre los samaritanos que no quisieron recibirlo; pero su amor no estaba iluminado, como tampoco lo estaba su espíritu.
Santiago, aun cuando lo adoctrinaba el mismo Hijo de Dios, seguía siendo un hombre de buen corazón, iracundo, pero sin falsedad. El salvador los llamó a él y a su hermano, significativamente,”los hijos del trueno”; pero este apodo no era negativo, sino más bien un signo de su afecto hacia ellos. ¡Cuántas veces no escuchamos en el Evangelio: "…Jesús llevó a Pedro, Santiago y Juan consigo…"! Fueron también aquellos tres quienes lo acompañaron al jardín de Getsemaní, la víspera de su Pasión. Querían velar junto con él; pero tampoco en esta ocasión pudieron liberarse de su lastre terreno de debilidad, egoísmo y conceptos materiales. Se durmieron profundamente y por eso los sorprendieron los sucesos de aquella noche en el huerto de los Olivos y luego los martillazo en el Gólgota. Solamente el Espíritu Santo, en la fiesta de Pentecostés, les revelará la trascendencia y universalidad de su misión.
El odio de los judíos en contra de Santiago es la garantía más segura de que él, con el ímpetu ferviente propio de su carácter, haya predicado a Cristo en Judea y Samaria con el valor y éxito apostólico.
En las fiestas pascuales del año 44, Herodes Agripa lo mandó arrestar para darles gusto a los judíos y lo mandó decapitar sin juicio alguno. Según la memoria del pueblo, Santiago se vistió con el traje de peregrino, con el abrigo amplio, el sombrero de concha, el bastón y la bolsa de viaje. Así lo vivió y lo veneró la Edad Media. A nosotros, sin embargo, nos parece que su memoria está unida con el cáliz del Señor: " ¿Podéis beber el cáliz que yo tengo que beber…? " (Sn Mt 20, 22). Santiago fue el primero de los Apóstoles que compartió el cáliz del Señor.
“La misión de la Iglesia comenzó a realizarse precisamente gracias al hecho de que los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo recibido en el Cenáculo el día de Pentecostés, obedecieron a Dios antes que a los hombres.
Esta obediencia la pagaron con el sufrimiento, con la sangre, con la muerte. La furia de los jerarcas del Sanedrín de Jerusalén se estrelló con una decisión inquebrantable, la decisión que a Santiago el Mayor le llevó al martirio, cuando Herodes –como nos dicen los Hechos de los Apóstoles—“echó mano a algunos de la Iglesia para maltratarlos. Y dio muerte a Santiago, hermano de Juan, por la espada” (Hech 12, 1).
El fue el primero de los Apóstoles que sufrió el martirio. El apóstol que desde hace siglos es venerado por toda España, Europa y la Iglesia entera, aquí en Compostela.
Santiago era hermano de Juan Evangelista. Y éstos fueron los dos discípulos a quienes –en uno de los diálogos más impresionantes que registra el Evangelio—Jesús hizo aquella famosa pregunta: ¿Podéis beber el cáliz que yo tengo que beber?”, y ellos respondieron: “Podemos”.
Era la palabra de la disponibilidad, de la valentía; una actitud muy propia de los jóvenes, pero no sólo de ellos, sino de todos los cristianos, y en particular de quienes aceptan ser apóstoles del Evangelio. La generosa respuesta de los dos discípulos fue aceptada por Jesús. El les dijo: “Mi cáliz lo beberéis” (Mt 20, 23).
Homilía de Juan Pablo II en Santiago de Compostela, 9 de noviembre de 1982 (extracto).
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