Redacción
Agustín es, probablemente, el santo más humano y universal de la antigüedad. Al leer sus Confesiones penetra en las profundidades del corazón humano y se alaba la misericordia de Dios, que obró tal milagro de conversión en un pecador.
La ciudad de Tegaste, en el norte de África, donde nació el 13 de noviembre de 354, pronto fue demasiado pequeña para el hijo de un pagano voluble y de una cristiana pacífica y muy devota. Sin haber recibido el bautismo y más parecido, en sus inclinaciones, al padre que la madre, odió la escuela y la vida ordenada. En la escuela de altos estudios de Cartago, se unió a una muchacha que le dio un hijo, al que, en forma atrevida, puso por nombre “Adeodato” (“regalo de Dios”).
Cuando murió su padre, su madre, Mónica, oró por el hijo perdido. Pero éste impasible antes sus penas, buscaba más bien su propia gloria en la poesía y en la oratoria. La mística más obscura del oriente, la doctrina de los maniqueos, lo tuvo obsesionado durante muchos años.
Deshecho por la muerte repentina de su mejor amigo, creyó poder liberarse de sus sórdidas heréticas ideas, cambiando de escenario. Sigilosamente, una noche se embarcó a Roma, engañando a su madre a la que dejó inconsolablemente abandonada.
Gracias al prefecto pagano de la ciudad de Roma, se le concedió una cátedra de oratoria judicial en Milán, la sede imperial.
Para entonces, Agustín se había convertido en un escéptico que negaba todo conocimiento de la verdad.
Dos elementos lo ayudaron en su conversión: la palabra de Dios y lo razonamientos del obispo Ambrosio.
Un día, al leer la carta a los romanos, encontró el capítulo 13, que lo hirió como una espada: “La noche está muy avanzada y se acerca ya el día. Despojémonos, pues de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz” (Rm 13,11). En ese momento, su alma ensombrecida vio la claridad y decidió seguir el llamado de Dios, “dejando comilonas, borracheras y toda clase de libertinaje”. En la noche de Pascua del año 387, después de una preparación cuidadosa, Agustín fue bautizado por el obispo Ambrosio en Milán, junto con su hijo Adeodato. Lo inundó una dicha indescriptible.
Con el surgimiento de la fe de su infancia, deseó regresar a su patria. En Ostia, mientras esperaba una oportunidad propicia para embarcarse, murió su madre Mónica, y poco después de haber llegado al África murió también Adeodato.
En contra de sus deseos y a petición del pueblo, el obispo Valerio lo ordenó sacerdote para ser su sucesor en el año 396, en la sede episcopal de Hipona. Durante treinta años desempeño el sagrado cargo. En el círculo de sus amigos, sacerdotes y seglares, vivió los consejos evangélicos predicando en medio del pueblo con celo juvenil. Importante era también su apostolado por cartas teológicas con el mundo intelectual de entonces.
Por su propia experiencia brilló en él la convicción de que la fe es un don divino de la gracia misericordiosa. Cada fiel era para él una oveja amada de Cristo. Por los pobres, viudas y huérfanos, sacrificó hasta el último centavo del patrimonio de la Iglesia de Hipona siempre estaba en dificultades financieras.
Protegió a la Iglesia de África cuando los donatistas atacaron a los fieles católicos con asesinatos e incendios. Hasta el último minuto se enfrento en su lucha espiritual a los arrianos, pelagianos y maniqueos.
Trabajó durante trece años para contraponer al paganismo su “Ciudad de Dios”, la visión cristiana del mundo de entonces.
Su mirada se dirigía ante todo al interior, a los milagros de Dios en el alma humana. Esto dio a sus obras filosóficas y teológicas aquella unidad grandiosa que se reflejó profundamente en el desarrollo de la vida teológica y espiritual de la Iglesia de los siguientes siglos.
Su existencia terrenal no iba a acabar en paz. El año de 429, las hordas de los vándalos irrumpieron en las florecientes ciudades de la costa norte del África y sitiaron Hipona. Durante el tercer mes de sitio Agustín enfermó de fiebre. Ordenó que le colocaran los salmos penitenciales en la pared junto su lecho y pidió a sus amigos que lo dejaran solo. Así murió el más grande pensador de África, el 28 de agosto de 430.
Con él sucumbió el milenario imperio romano ante el embate de los germanos y nació, en medio de dolores de parto un mundo nuevo. Al ser trasladados los restos del obispo de Hipona a Pavía, también su espíritu genial, que había abierto las profundidades del destino humano, se trasladó hacia los países europeos, para reposar en el nuevo hogar de un cristianismo, entonces joven.
¿Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva! ¡Tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y me lancé deforme sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, peor yo no estaba contigo. Aquellas cosas que sin o estuvieran en ti, no existirían, me retenían lejos de ti. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillante y resplandeciente, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti.
San Agustín, Confesiones, X, 27, 38.
Publicar un comentario