Redacción
Hace casi 200 años que Alfonso María de Ligorio llegó a Dios, pero aún no se dirime la disputa que se inició cuando él vivía. Algunos teólogos, opuestos a su doctrina, aseguran que redujo la teología moral a un arte de sutilezas entre lo permitido y lo prohibido.
Basta estudiar su vida para entender que Alfonso María fue un hombre justo y generoso.
El joven Alfonso, nacido el 27 de septiembre de 1696 de una noble familia, en Marianela, cerca de Nápoles, alcanzó a los 16 años de edad el título de doctor en ambos derechos, civil y canónico. Gozaba del favor real, pues su padre, capitán de la galera real, tenía relaciones con las más altas autoridades del gobierno. Pronto abrió su propio bufete y obtuvo gran aceptación entre las clases altas de la sociedad, por sus innegables cualidades. Enseguida se convirtió en un licenciado muy cotizado y temido por sus contrincantes en el foro.
Durante un célebre litigio en el que Alfonso defendía los intereses del príncipe Gravina, en contra del duque de Toscana, abandonó los tribunales para no regresar más. Cuanto más profundizaba en los expedientes, más se convencía de que todos sus conocimientos únicamente servían para hacer triunfar la injusticia.
Bajo fuertes luchas internas, tomó la resolución de sacrificar su espléndida carrera y dedicarse a quien no se deja corromper, al sapientísimo y justísimo Dios. Esto ocurrió en el año 1723. Tres años después, el 21 de diciembre de 1726, recibió la Orden sacerdotal después de sólidos estudios teológicos.
Libremente se convirtió en padre espiritual y compañero peregrino de los campesinos pobres y de los arrendatarios, ya que estas personas, de quienes nadie se ocupaba, necesitaban con más urgencia, según su opinión, el amor de un buen pastor que estuviera dispuesto a sacrificar todo por ellos.
En los primeros seis años se encontró solo. Únicamente el obispo de Castellamare reconoció las extraordinarias capacidades y el heroísmo escondido de este hombre de la gran ciudad, y lo orientó a formar una asociación religiosa para el cumplimiento de sus ideales de apostolado en al diócesis. San Alfonso, con su gran facilidad de palabra y aún más, con su propio ejemplo, entusiasmó a algunos sacerdotes y seglares para que compartieran con él trabajos y privaciones. En la ciudad de Scala, en el año de 1732, se reunieron estos hombres en la congregación llamada del Santísimo Redentor o “redentoristas”.
A partir del mismo año hubo gran aumento de participantes. El entusiasmo y el sentido práctico de la joven fundación atrajo a muchos novicios y cuando, en el año de 1743, Alfonso Ligorio fue nombrado superior de la Orden, la semilla de Scala ya había producido cien veces más frutos. No existía un pueblo en el reino de Nápoles en donde no se hubiera presentado Alfonso María personalmente en el púlpito. No obstante, el confesionario le pareció más importante aún que el púlpito.
No abandona el campo de trabajo sino hasta que toda la comunidad se había reconciliado con Dios, mediante el sacramento de la Penitencia, y él estaba seguro de haber inculcado el valor del camino correcto.
Su amor a los campesinos y a los pobres quedó más que demostrado cuando lo eligieron para el arzobispado de Palermo. Alfonso María rechazó este ofrecimiento, y sólo por orden del Papa aceptó ser consagrado obispo en un lugar insignificante y pequeño: Santa Agata de Goti. Durante 13 años realizó las tareas de su cargo eclesiástico, con una perfección que parecía natural en él. Pero interiormente siguió siendo monje y asceta, que diariamente se entregaba a penitencias físicas, renunciando hasta el sueño, para redactar folletos catequéticos para el pueblo humilde.
Sus escritos y publicaciones fueron una continuación y ampliación necesaria de su actividad misionera. Él se había jurado no dejar pasar ningún momento sin rezar ni trabajar. Por esta razón, cuando se lo permitían los deberes de su cargo o sus frecuentes enfermedades, tomaba la pluma. Así nos regaló La Visita al Santísimo Sacramento, Las glorias de María y sobre todo su famosa y discutida Teología Moral, que enseñaba al confesor el camino intermedio entre la estrechez del jansenismo y el libertinaje. Muchos lo acusaron de relajamiento, pero valientemente supo defenderse, hasta que alcanzó el triunfo. Cansado por tantos problemas y casi paralítico por la artritis, pidió que se le concediera retirarse, a los ochenta años, de su cargo de obispo.
En medio de acerbas luchas, dentro y fuera de su congregación, Dios le concedió una muerte tranquila, el 1º de agosto de 1787. La Iglesia lo elevó a la dignidad de “patrono de los confesores” en el año 1950.
“Restablecer el sentido del pecado es la primera manera de afrontar la grave crisis espiritual, que afecta al hombre de nuestro tiempo. Pero el sentido del pecado se restablece únicamente con una clara llamada a los principios inderogables de razón y de fe que la doctrina moral de la Iglesia ha sostenido siempre.
Es ilícito esperar que, sobre todo en el mundo cristiano y eclesial, florezca de nuevo un sentido saludable del pecado. Ayudarán a ello una buena catequesis, iluminada por la teología bíblica de la Alianza, una escucha atenta y una acogida fiel del Magisterio de la Iglesia, que no cesa de iluminar las conciencias, y una praxis cada vez más cuidada del sacramento de la Penitencia”.
R.P., n. 18.
Publicar un comentario