Redacción
Son características en la vida de San Bernardo la cruz de los peregrinos que iban a Jerusalén, y la voz de Cristo: " ¡Sígueme!".
En balde sus hermanos trataron de ganarlo para una vida de vanidad, nobleza y riqueza. A los 20 años, Bernardo se decidió por la regla de la Orden de los cistercienses, fundada por San Norberto, la cual significaba riguroso trabajo manual en silencio y penitencia. Pronto lo siguieron a Citeaux treinta hombres, entre ellos cuatro de sus cinco hermanos (el más pequeño lo haría también cuando tuviera edad suficiente).
Se establecieron en el “Valle de las hierbas amargas” y en pocos años lo convirtieron en un “Valle claro” (Claraval), fundado en 1115, y tres años más tarde, Tres Fontanas. Se le atribuye a San Bernardo la fundación de 68 monasterios durante su vida.
Su personalidad y sus penitencias podrían parecer una austeridad fanática, si su dureza no hubiera sido transfigurada al mismo tiempo por un tierno amor a la Virgen María y por una conmovedora compasión por Cristo crucificado. No emprendía ninguna predicación, ninguna obra, sin una previa glorificación apasionada a María. La confianza en su perpetuo socorro resuena en el “Acordaos, oh piadosísima Virgen María”.
En el servicio a la virginal Madre de Dios, Claraval se convirtió en fuente de aquel amor caballeresco-monacal a María, sin el cual uno no se puede imaginar la Edad Media.
¿Qué razón obligó a este orador y místico a abandonar la soledad de Claraval, en contraste con sus propias enseñanzas, para intervenir activamente en la historia de su tiempo? Solamente una cosa pudo lograrlo: la preocupación por la Iglesia. Por este amor a la Iglesia, dirigió enérgicas cartas contra el lujo de algunos obispos demasiado mundanos, contra la corrupción moral del bajo clero y de algunos religiosos, contra la ocupación de las sedes episcopales y abadías por favoritos indignos. Él no temía exponer este asunto ante el rey o ante el Papa. Nadie podía desoír su voz; había llegado a ser conciencia reclamante en la Iglesia.
Durante el cisma de los dos antipapas, Inocencio II y Anacleto II, fue San Bernardo quien se decidió por el más digno, por Inocencio, y quien, con entusiasmo incansable, impulsó su causa. También con los Papa siguientes, sobre todo con su antiguo alumno y hermano en la Orden, Eugenio III, él podía actuar sin temor a que se le contradijera.
Bernardo rechazó la elección al episcopado en dos ocasiones, y siguió siendo monje.
En Occidente la paz iba ganando terreno, pero en Oriente los turcos se apoderaron de Tierra Santa y profanaron el sepulcro del Salvador. Bernardo ni siquiera se atrevió a pensar en esta desgracia: en un llamado ardiente, le exigía al Papa que anunciara una nueva Cruzada, y el Papa Eugenio lo nombró predicador de ella.
En Vézclay, Bernardo se ganó las simpatías de Francia y de su rey, Luis VII, Se enviaron mensajeros y cartas a casi todos los príncipes de Alemania y, finalmente, llegó el día en que las columnas de los ejércitos su pusieron en marcha bajo la protección de San Miguel. La Cruzada terminó en un rotundo fracaso. Unos cuantos miles, pertenecientes a la nobleza alemana y francesa, regresaron a la patria. Las viudas y los huérfanos lloraban a causa de la sangre derramada, de la cual Bernardo se quería hacer responsable.
Sentía ahora la angustia mortal del abandono, la que siempre lo conmovió de manera especial durante la contemplación de la Pasión de Cristo. Y en la noche del 20 de agosto de 1153, su vida mortal desembocó en la fuente de toda vida.
“Cristo, en cuanto evangelizador, anuncia ante todo un reino, el Reino de Dios; tan importante que, en relación a él, todo se convierte en “lo demás”, que es dado por añadidura. Solamente el Reino es absoluto y todo el resto es relativo”.
E. N., n. 8.
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