Redacción
En un altar a la entrada de la basílica de San Pedro en Roma, está sepultado el Papa a quien la primera guerra mundial causó un inmenso dolor. La inscripción de la sencilla lápida dice: "Papa Pío X, pobre y, con todo, rico, de corazón tierno y humilde, defensor invencible de la fe católica, empeñado en renovar todo en Cristo, piadosamente pasó a mejor vida el 20 de agosto de 1914".
“Pobre y, con todo, rico”. Hubo un tiempo en el que el pequeño “Beppino” Sarto, descalzo, caminaba diariamente los cinco kilómetros desde Riese a Castelfranco, donde estaba la escuela, con un pedazo de pan en la bolsa y los zapatos colgados al hombro, ya que los ingresos como cartero y empleado municipal obligan a papá Sarto a una vida de riguroso ahorro.
El muchacho, despierto, curioso y siempre dispuesto al gracejo, soportaba con humor todas estas carencias y, cuando obtuvo una beca y pudo entrar al Seminario de Padua, su laboriosidad no conoció límite. Por fin, a los 23 años, fue ordenado sacerdote. Como capellán de Tómbolo, regalaba su escaso salario. Trabajaba sin descanso en el día y estudiaba hasta muy entrada la noche.
Siendo párroco de Salzano, en la época del cólera se sacrificó por sanos y enfermos, saqueó el armario de su hermana y el obispo lo tuvo que amonestar para que cuidara su salud. Cuando le llegó la inesperada noticia de que había sido nombrado obispo de Mantua, lloró como un niño. Nueve años más tarde, vestido con la púrpura de cardenal, entraba a Venecia profusamente engalanada.
Si alguno hubiera creído que su tenor de vida iba a cambiar y que su gobierno tendría la ostentación de un príncipe eclesiástico, se habría equivocado completamente. Fueron precisamente los barrios más pobres de la ciudad los que visitaba más a menudo, y muchos sacerdotes quedaron sorprendidos al verlo llegar y oírlo platicar como un padre o un amigo.
Para ahorrar unas cuantas liras, en julio de 1903 llegó al cónclave de Roma provisto con su boleto de regreso. En cuanto su nombre se escuchaba más y más, él, con los ojos humedecidos por el llanto, rogaba a los cardenales que escogieran a uno más digno. En vano. Precisamente el pobre y humilde hijo de un cartero había sido designado por la Providencia, en una época llena de orgullo por su poder y su técnica.
“Un defensor invencible de la fe católica”. Probablemente los racionalistas del incipiente siglo XX esperaban que Pío X, bastante desconocido en el mundo científico, fuera a estar de acuerdo con sus ideas.
Desde los primeros decretos y encíclicas se vio que el nuevo Papa no iba a ceder en principios fundamentales del catolicismo, ni siquiera para lograr la armonía entre el Estado y la Iglesia.
En Francia se desencadenó la lucha cultural. Los bienes de la Iglesia fueron incautados. La Cruz fue alejada de las escuelas, se perseguía a los sacerdotes y empleados de la Iglesia.
En Portugal, la revolución de 1911 también se dirigió contra la Iglesia. Aún en Italia no faltaron las tensiones entre el gobierno masón y la Curia, aunque Pío X, ya desde Mantua y en Venecia, había procurado establecer relaciones amistosas con las autoridades.
“Empeñado en renovarlo todo en Cristo”. En estas palabras se revela la verdadera meta de su pontificado. De allí sus avanzadas encíclicas en casi todos los ámbitos de la reforma eclesiástica interna: la nueva creación del Derecho Canónico, la constitución de un Instituto Bíblico Pontificio, el mejoramiento del catecismo y del breviario, las prescripciones sobre la educación y la formación científica de los jóvenes clérigos, la simplificación de la Curia romana, la preocupación por el canto gregoriano y los clásicos en la música eclesial, el estímulo a los políticos y reformadores sociales católicos, el fomento del trabajo misionero en todos los continentes.
De una importancia incalculable para las generaciones venideras, llegaron a ser sus enseñanzas y normas sobre la recepción diaria de la Santa Comunión y de la Primera Comunión de los niños pequeños.
“Piadosamente pasó a mejor vida el 20 de agosto de 1914”. Los sucesos aciagos que sobrevinieron apresuradamente en el período de su gobierno no pasaron por él sin dejar sus huellas. Activo y amable, un hombre de amplia comprensión, recibía visitas tanto de jefes de Estado como de pobres peregrinos de su patria chica.
¿Sabían ellos que el anciano en el trono de San Pedro, arrodillado durante muchas horas del día y de la noche, clamaba a Dios por el bien de los pueblos? No pudo resistir la matanza de los hombres; como una de las primeras víctimas de la guerra mundial, expiró el 20 de agosto de 1914. Mientras aún en vivía una parte de la generación sobre la que extendió su mano santificadora, el 3 de junio de 1951 la Iglesia lo beatificó. Tres años después el gran Papa reformador fue declarado santo por su sucesor, el Papa Pío XII.
“Haced todo lo que podáis para garantizar la dignidad sagrada del misterio eucarístico y el profundo espíritu de la Comunión eucarística, que es un bien peculiar de la Iglesia, como pueblo de Dios y, al mismo tiempo, la herencia especial transmitida a nosotros por los Apóstoles, por diversas tradiciones litúrgicas y por tantas generaciones de fieles, a menudo testigos heroicos de Cristo, educados en “la escuela de la Cruz” (redención) y de la Eucaristía”.
Juan Pablo II, El Misterio y el culto de la Eucaristía, n. 11.
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