Redacción
La mujer se siente íntimamente unida al plan de la creación de Dios por medio de su maternidad; y en el plano de la vida sobrenatural, por medio del misterio de nuestra filiación divina. Todo heroísmo de la mujer ha surgido de esos dos manantiales de vigor, y ha sido tanto mayor y más brillante, cuanto las ideas de la maternidad y la filiación divina se han fundido más profundamente en un solo valor.
El Domingo de Ramos de 121, Clara, hija de una noble familia, después de escuchar los fervorosos sermones de San Francisco de Asís, buscó refugio en el grupo de los frailes menores, humillados y proscritos; olvidó a su novio y abandonó la vida de riquezas, honores y comodidades. En el cielo brillaban las estrellas cuando Francisco de Asís, en el círculo de sus hermanos, le cortó el cabello, la consagró como “novia de Cristo” y la acompañó al convento de monjas más cercano.
Desde entonces, cada noche el cielo de Umbría le recordó sus votos, emitidos en la pequeña iglesia de la Porciúncula. ¿Cómo hubiera podido romper su juramento cuando sus parientes insistieron en que volviera a vestirse de seda? Clara se quedó. Más de cuarenta años penó y oró en el pequeño convento de San Damián por un mundo inquieto; primero sola, luego como madre espiritual de muchas compañeras, que no se amedrentaban por la extrema pobreza y las mortificaciones.
La que entraba por la angosta puerta de San Damián, por lo general salía en un ataúd. Nunca antes el aislamiento del mundo se había realizado con tanto rigor como en la nueva Orden femenina llamada de las Clarisas Pobres. Si no hubiera habido dos hermanos legos, que por encargo de su maestro pedían limosna para el convento, las monjas hubieran muerto de hambre, aunque trataban de ganarse lo poco que necesitaban con el trabajo de sus manos. Muchos amigos benévolos, Papas y cardenales, pidieron a Clara que mitigara el principio de la extrema pobreza, pero en vano. Aunque juzgaba con bondad las debilidades humanas, en ese punto era inflexible.
Rara vez Francisco de Asís descansó a la sombra de San Damián. Clara y sus hermanas lo vieron por última vez el 4 de octubre de 1226, cuando sus hermanos levantaron el cuerpo del recién fallecido junto a las rejas por las que las monjas de San Damián solían recibir la Comunión. Aquella noche estrellada de 1212, el espíritu de San Francisco se le había transmitido a Clara.
Mientras que aún en vida del santo algunos discípulos suyos lo habían criticado como extremista, ella comprendió mejor la esencia del mensaje bíblico y conservó fielmente la herencia de la voluntad de San Francisco.
Aunque ella casi siempre estuvo en cama y por eso no podía cooperar activamente en la propagación de su ideal de pobreza, con todo, tuvo la alegría de ver que muchos convento de religiosas seguían su ejemplo. Dios le concedió a la enferma la gracia de sanar a otros enfermos, y liberar dos veces de los moros a su ciudad de Asís, mediante sus oraciones.
En sus largas noches de sufrimientos solía rezar el “Cántico del Sol”, entonado hacía tiempo por San Francisco, enfermo, medio ciego y atormentado por múltiples congojas junto a los muros de San Damián.
A ejemplo de su padre espiritual, ella se refugió en las heridas del Salvador y su alma permaneció tranquila hasta la hora de su muerte.
En la madrugada del 11 de agosto de 1253, los monjes de San Francisco se reunieron alrededor de su lecho de muerte, como si los hubiera enviado el santo, para acompañarla en sus últimos momentos.
“Por su consagración, aceptan gozosamente desde la comunión con el Padre, el misterio del anonadamiento y de la exaltación pascual. Negándose, pues, radicalmente a sí mismos, aceptan como propia la cruz del Señor, cargada por ellos, y así acompañan a los que sufren por la injusticia, por la carencia del sentido profundo de la existencia humana y por el hambre de paz, verdad y vida. De este modo, compartiendo su muerte, resucitan gozosamente con ellos a la novedad de vida y, haciéndose todo para todos, tienen como privilegiados a los pobres, predilectos del Señor”. D.P., n. 743.
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