Redacción
El español Domingo de Guzmán se distinguió entre los estudiantes del Seminario episcopal de Palencia, por la seriedad apasionada con la cual asimiló, durante diez largos años la ciencia filosófica y teológica de su siglo. Debido a esto tardó más en ordenarse y el obispo de Osma, en seguida, lo incorporó a su cabildo catedralicio.
Al acompañar al obispo en un viaje a Roma, llegó a conocer, en el sur de Francia el peligro de las herejías de los albigenses y valdenses, que tenían gran éxito entre la población, por su vida pobre y austera. Domingo convenció al obispo de que sólo una nueva Orden, dedicada a la evangelización y mediante una vida ejemplar de pobreza, podría vencer el impacto de los herejes, que ya contaban con grandes núcleos entre la población.
En Pronille, cerca de Tolosa, el obispo mandó construir un centro catequético, que a la vez servía para hospedar a muchachos pobres que querían formarse en la fe. En este mismo lugar, Domingo consultó con sus primeros compañeros los estatutos de la nueva comunidad. No admitió ni posesión de inmuebles, ni cultivo de campo, porque eso ataría demasiado a los hermanos de la casa; redujo el horario eclesiástico a lo mínimo y reclamó todo el tiempo para el estudio y la predicación.
El pintoresco hábito de los canónigos de Osma, un poco modificado, se convirtió en el hábito religioso de los “hermanos predicadores”; túnica blanca y escapulario, capa negra con capucha. Después de que el Papa Inocencio III aprobó la nueva Orden, en el año 1216, ese hábito fue conocido rápidamente en toda Europa.
Los hermanos predicadores recibieron una aceptación entusiasta entre el pueblo y resistencia entre algunos miembros del clero, que veían la renuncia completa al mundo de estos hombres, y de los hijos de San Francisco, como un constante reproche a su propio modo de vivir.
Domingo envió a sus hermanos en todas direcciones: a Madrid, Paría, Roma, etc., con una confianza absoluta en el apoyo de la Divina Providencia. La fundación de 60 monasterios son el fruto de estos cuatro años: en Italia, Austria, Hungría y varios países del Este.
Desde luego que, junto con el crecimiento del número de las fundaciones nuevas y con la distancia del primer monasterio, crecieron también los esfuerzos por moderar calladamente el principio de la pobreza. En el largo viaje de inspección, que Domingo realizó en los años de 1218 y 1219, tuvo que constatar que, en algunas partes, las propiedades de sus monjes sobrepasaban notablemente sus necesidades vitales y que sus cofrades llegaban a caballo mientras que él mismo recorría a pie la distancia de Roma a Madrid.
El primer Cabildo general en Bolonia, en Pentecostés del año 1220, acabó con esas desviaciones. Todas las propiedades que no pertenecían al terreno del monasterio tuvieron que ser vendidas, los caballos fueron suprimidos y la pobreza fue renovada como piedra angular de la Orden.
Rejuvenecidos espiritualmente de esa manera, fueron capaces los monjes predicadores de romper, con fuerza irresistible, el régimen de terror de los cátaros en Milán: la ciudad de San Ambrosio volvió a ser católica. Su conversión fue el último éxito visible que Domingo logró para la Iglesia.
A la luz de una constante renovación interior, resplandeció en su vida el espíritu de penitencia. Ya los hermanos se habían retirado a descansar, mientras que Domingo permanecía arrodillado largas horas ante el Santísimo Sacramento del altar o castigaba su extenuado cuerpo con rigurosas disciplinas por los pecados ajenos.
Domingo celebraba diariamente el santo Sacrificio de la Misa, lo cual, en aquel entonces, era completamente singular, y cuando descansaba durante sus caminatas, no necesitaba más que cubrir su cabeza con la capucha para abismarse en la más pura contemplación espiritual. El efecto que causaban sus sermones y el poder de su personalidad, hubieran sido imposibles sin esta constante plática con Dios.
La obra del santo estaba casi organizada cuando, el 6 de agosto de 1221, Domingo murió. Solamente trece años después fue canonizado.
“La presentación del mensaje evangélico no constituye para la Iglesia una tarea de orden facultativo: está de por medio el deber que le incumbe, por mandato del Señor, con vistas a que los hombres crean y se salven. Sí, este mensaje es necesario. Es único. De ningún modo podría ser reemplazado. No admite indiferencia, ni sectarismo, ni acomodos. Representa la belleza de la Revelación”. E.N., n. 5.
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