Redacción
Después de haber conocido la vida monástica decidió consagrarse a ella, lejos de las distracciones del mundo, en aquellos lugares donde el Hijo de Dios había sufrido y muerto por nosotros. Pasó por Aquileya con un grupo de amigos, caminando hacia la meta de sus anhelos por las viejas carreteras trazadas por los ejércitos romanos.
Pero en Antioquía de Siria una enfermedad lo arrojó al lecho. Allí la muerte lo despojó de sus compañeros más estimados; pero él sanó y en las largas semanas de convalecencia estudió a fondo la lengua griega, que llegó a dominar. Jerónimo sentía un deseo poderosísimo de lograr la vida perfecta, como los padres del desierto. Además, su espíritu inquieto requería de una tarea en que tuviese que poner en juego todo su ingenio. Bajo el calcinante sol del desierto se dedicó al aprendizaje del hebreo y de sus diferentes dialectos.
Por fin, la controversia sobre la plaza episcopal de Antioquía lo ahuyentó de su caverna de ermitaño en Chalquis. Pasó nuestro santo a Constantinopla, donde llegó a ser amigo íntimo de Gregorio Nacianceno y comenzó a traducir al latín las obras cláskicas de Orígenes y Eusebio. Más tarde llegó a Roma y allí recibió la ordenación sacerdotal.
El Papa Dámaso I recibió al erudito con gran alegría y lo nombró su secretario y consejero íntimo para los enmarañados asuntos de la Iglesia oriental. Cumpliendo con su deseo, Jerónimo emprendió la obra gigantesca que dio inmortalidad a su nombre, a saber, la corrección y purificación de la edición latina de la Biblia, basándose en los textos originales hebreos y griegos.
La franqueza sin consideraciones, con la que Jerónimo había condenado la hipocresía de los círculos cortesanos y los deslices de ciertos clérigos, le imposibilitaron quedarse en Roma después de la muerte de su protector, el Papa San Dámaso I. Belén se convirtió en su segunda patria. Allí construyó un monasterio para sus compañeros y tres conventos para las mujeres contemplativas que le habían seguido desde Roma.
La oración, los trabajos científicos, las prácticas ascéticas, todo estaba rigurosamente regulado, como lo hacían los ermitaños. Todo un ejército de escribanos tenía que esforzarse para seguir a San Jerónimo. A la manera de un torrente impetuoso fluían sus pensamientos y escritos, que contenían generalmente exégesis bíblica.
Terminó la traducción de la Biblia precisamente en Belén. Asombra el tamaño de su obra, comparable sólo con la de San Agustín. Con todo, una comparación con San Agustín también manifiesta los lados débiles de su gigantesca obra: Jerónimo pasaba con exagerada rapidez de un argumento a otro. La premura al dictar y la falta de habilidad del escribano causaron muchos descuidos. De todo el mundo le llegaban cartas a las que contestaba con gusto. ¡Con qué virilidad había luchado contra la herejía! No tenía empacho en usar el sarcasmo, la palabra agresiva en contra de los errores de los pelagianos, a quienes consideraba como enemigos personales. Por este rencor, dichos herejes llegaron a asaltar y a incendiar sus conventos.
Aquella defensa apasionada de la palabra de Dios arroja una luz conciliadora sobre las fallas y debilidades de este hombre, a quien su celo ardoroso, aun entrado ya en la ancianidad, a menudo lo arrastraba a la ofensa personal. La lucha impetuosa entre sus deseos vehementes de santidad y su naturaleza volcánica, apenas terminó cuando entró al Reino de Dios el 30 de septiembre de 420.
“El sagrado Concilio exhorta igualmente a todos los fieles, señaladamente a los religiosos, vehemente y ahincadamente, a que, con la frecuente lectura de las Escrituras divinas, aprendan la ciencia eminente de Cristo (Fil 3, 8). “Porque la ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo” (San Jerónimo, Com in Is.).”
Concilio Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Revelación Divina, n. 24.
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