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El mexicano y la Misa del Domingo



Por el Padre Joaquín Antonio Peñalosa*

Le diré a usted. Católico, sí soy. Por la sencilla razón de que es la religión de uno, en esa religión nací y fue la que mis padres me inculcaron. Pero tanto como fanático, santulario, besatarimas, mocho, santurrón, beato, rata de sacristía, mojigato, siguecuras, santucho, clerigalla, acólito, hija de María, cofrade, viste-santos, velabendita, terciario, componealtares, monaguillo, sacristán, besacorreas, campanero, santulón, persinado, hincamisas, eso sí que no.

Viví hasta los quince años en un pueblo chico de esos en que está todo alrededor de la plaza de armas: la presidencia, la parroquia, la cantina, la tienda grande y el anuncio de la coca-cola. Mi padre era el dueño de la tienda grande, muy trabajador el hombre y muy honrado, lo que sea de cada quien. Los domingos era el día en que se nos tupía más el trabajo, no nos dábamos abasto de tanto ranchero que bajaba a misa y a sus compras.

Mi madre, Dios la tenga en gloria, se iba a misa de doce que porque era la más bonita, y a fuerza quería cargar conmigo. Pero entonces mi padre le decía, tú deja a los muchachos que vayan cuando quieran. Uno ha de ir a misa cuando le nazca, no como esa gente que no sale de la iglesia, como si no tuviera qué hacer. Primero la obligación que la devoción, y si los muchachos se van a misa quién quieres que me ayude a despachar a tantísima gente. Primero comer que ser cristianos.

Mi madre no le aflojaba. ¿Ya fueron a misa? Ya van a dar la última. No se les olvide que hoy es domingo. Es misa de precepto. José Guadalupe, váyase a misa.
Era el tiempo en que los padrecitos decían misa en latín y no les miraba uno la cara. La misa de doce llegó a gustarme. Era una misa, cómo dijera yo, religioso-social. Las muchachas estrenaban vestidos y los pollos del pueblo sacábamos los mejores trapitos para andar igual que ellas. Había saludos a la entrada, sonrisas y movimientos de ojos tipo semáforo durante el santo sacrificio, y conversaciones largas y tendidas a la salida.
 
Con la misa de doce, los noviazgos progresaban algunos centímetros. Las señoras disponían la comida precisamente en funciones de la misa de doce. Don Manuel hacía su entrada por el pasillo central saludando con leves inclinaciones de cabeza. Doña Carmen, como gallina echada con la sarta de nietos, se esponjaba en la primera banca que, en vista de su alcurnia y virtud reconocida, nadie se atrevía a ocupar. 

Era la banca de doña Carmen. Derecho de apartado. Don José llegaba extendiendo su blanco pañuelo en el piso, se arrodillaba sobre él para no empolvarse los pantalones domingueros, se colocaba el sombrero de fieltro sobre las pantorrillas y esto era darse varias persignadas al hilo.

Un conjunto de cuerdas interpretaba algún trozo no me acuerdo si de la Traviata o las Gaviotas a la hora de la elevación, mientras las damas católicas, con un listón tricolor al pecho, hojeaban el "Devoto del purgatorio" o acariciaban largos rosarios de plata torzal, cuyas cuentas frisonas alcanzaban a repasar dos o tres veces. Los caballeros católicos se pasaban la misa sin libro y sin rosario, pero según ellos muy devotos, dándose golpes de pecho al "Agnus Dei", quién los viera tan maldicientos en la calle y tan duros de pelar a la hora de cobrar los réditos y pagar a los jornaleros.

Trasmisora de la vida, la madre es también trasmisora de la fe. Si no fuera por la mujer —la mujer que es madre, esposa, novia— los mexicanos serían ateos desde hace tiempo.
 
La madre es la evangelizadora, la catequista, guardiana y promotora de la vida religiosa del hogar. Es ella la que enseña las creencias, la que forma la conciencia moral de los hijos, la que acerca a los sacramentos, la que urge el cumplimiento de los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia. En la vida del mexicano, decir religión es decir madre.

Si alguna vez lo invitan a pertenecer a otro culto, aunque él ya no practique el suyo, se defenderá objetando que él no abandonará la religión que le inculcaron sus padres. Y así pase largos años a la intemperie, sin aparente fe ni práctica religiosa, el recuerdo de la madre, sin meternos al viento del Espíritu, es como la brasa que aún arde entre las cenizas. Un desprecio a la religión es un doble desprecio, a la religión y a la madre.

Así sea remiso para cumplir sus deberes religiosos, el día que los cumple, el mexicano sigue la línea, el estilo de la vida religiosa que, durante su infancia, marcó la madre con una impronta casi indeleble. Si pone un altar en casa el 12 de diciembre, si va a tomar ceniza, si le tiene devoción al Sagrado Corazón, si reza tres credos al acostarse, es porque así lo hacía su sagrada madrecita.

El mexicano hereda una religiosidad tal como la entiende, la vive, la siente, la practica la mujer, la madre. Hay un matriarcado religioso, como hay otro matriarcado para todo lo demás.

La fe del mexicano es fe pero una fe sencilla y espontánea. Cree en Dios, en Cristo Salvador, ni qué decir en los santitos y en cuanto la Iglesia le propone, pero de una manera casi intuitiva y sin complicaciones. La típica fe del carbonero, la fe firme y sencilla de los simples de corazón, la fe del que no exige pruebas ni solicita argumentos.
 
Ni discute, acepta.

Lo poco que sabe lo ha recibido por pura tradición oral: la enseñanza de su madre en el hogar y el catecismo parroquial de los domingos, tal vez elemental y memorista, si es que acudía y que acaso abandonó apenas hizo la primera comunión. Con eso y con el sermón del padrecito cuando va a la misa del domingo tiene bastante.

Nada, o casi nada, ha aprendido por sí mismo en libros y revistas, fuera de algún catecismo de diez paginitas que le regaló su madrina cuando tenía seis años y algún folleto que, si saber cómo, llegó a sus manos. Su instrucción religiosa depende del oído, los ojos jamás los ha utilizado para cultivarse en la fe.

Para expresar lo que sabe de religión, no tiene apoyo más seguro que las fórmulas de algunas oraciones que aprendió de memoria allá cuando era niño, el Credo, el Padrenuestro, el Avemaría, la lista de mandamientos y sacramentos que, aun siendo tan breves, las atropella y confunde, como aquel viejo que entremezclaba los rezos y clamaba en cruz: "No nos dejes caer entre todas las mujeres". La eficacia de su oración estaba avalada por sus ochenta años.

Es claro que con estas teologías que aprendió en la remota niñez y conserva como parte de aquella dichosa edad, sin ánimo de continuarlas a lo largo de la vida y acaso sin otras oportunidades de aprendizaje, el mexicano medio —lo demás es minoría selecta— no tenga una síntesis de su fe, una visión panorámica y total, sino una serie de conocimientos más o menos coherente y analítica, incompleta, insegura, superficial. Muy en vías de desarrollo.

Por eso un mexicano jamás podrá ser fanalítico ni apologético, si no tiene armas en las manos para la exposición y la pasión, la discusión o la defensa.

Mientras más o menos prospera en conocimiento de otras cosas, en materia de religión se mantiene inmovilista, anclado como se quedó en lo poco que logró aprender de niño; de donde surge, tan a menudo, un choque entre ciencia y fe, entre biblia y libros, entre religión y cultura, lo que el mexicano trata de explicarse a sí mismo como una duda religiosa. No hay tal duda, que sería siempre más positivo, sino simple ignorancia  religiosa, lo que desde luego es peor, por negativo.

Sin embargo, nadie podrá dudar de su sintonía frente a lo sagrado, de su espíritu tan naturalmente religioso, como lo fueron los indios y españoles de que procede; de su cosmovisión teñida fuertemente de implicaciones religiosas; y de una fe si se quiere ingenua e inculta, de carbonero y de niño —en gran parte imputable a la escuela laica y circunstancias históricas, políticas y aun eclesiásticas—; pero una fe sincera y cordial.

El calendario religioso del mexicano tiene tres estaciones: una infancia de fe tranquila y práctica asidua bajo la presión de la madre; luego un largo período de disimulos en la fe y práctica esporádica, que va desde las rosas de la juventud, rojas de pasión y diversión, hasta la madurez y más allá, convulsionada de problemas económicos, urgida de hallar un lugar en el mundo y al final, el regreso del pródigo, cuando se acerca la despedida.

Lea usted las esquelas de difuntos que a diario publican los periódicos. Todos los mexicanos, así hayan sido generales o políticos, jacobinos o librepensadores, divorciados o abigeos, así hayan muerto de muerte natural, como si hubiera de otras, o por accidente al borde de la carretera 57, todos mueren "en el seno de la Santa Madre Iglesia, confortados con los últimos sacramentos y la bendición papal". De seguro que el diablo se muere de ganas por conocer un mexicano. No ha de haber uno en los apretados infiernos, ni para semilla.

La fe del mexicano está en las antípodas de una fe químicamente espiritualizada. Es una fe sensible, sentimental, afectiva, hervorosa. Una fe de pocas ideas y mucho corazón, encarnada en datos externos y concretos, urgida de expresarse en actitudes, imágenes, palabras.

Igual que la fe de Santo Tomás Apóstol, el mexicano necesita ver para creer. Tocar con sus manos las llagas de la escultura de un Cristo crucificado, posar sus dedos sobre el manto de una Virgen, encender la luz de una veladora, mirar el esplendor de las ceremonias, caminar al filo de una procesión, oír la música del órgano y las guitarras en la misa, adorar con las rodillas arrastrándose en los atrios, bailar al menos frente al santuario del Señor de Chalma, bajar la corte celestial para tenerla en su recámara tapizada de imágenes de santos. El cielo al alcance de la mano.

Es una fe de ver, oír, oler, gustar y tocar, donde la humildad de los sentidos, por otra parte tan finos y sagaces, quiere participar a su manera.

Los misioneros del siglo XVI se hacen lenguas ponderando el número de indios que se convirtieron gracias a la seducción que en ellos ejercieron la música, la magnificencia de los ritos, las escenificaciones sagradas, el teatro de evangelización, el color, la luz, la imagen, cualquier llamada al mundo de lo concreto y lo sensible. Somos racialmente audiovisuales.

Y junto a lo sensible, lo afectivo. El pueblo se acerca al trasmundo no con lejanas inclinaciones de respeto, sino con explosiones vivas de familiaridad. Va al encuentro de lo sobrenatural dejando diplomacias reverenciales por cordiales gestos de confianza.

Su Dios no es tanto el Señor Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, cuanto un  Dios paterno, casero y diminutivo —Diosito, mi padre Dios—, empequeñecido a fuerza de cariño, cuyo nombre no se cae de los labios toditito el día. Vaya usted a saber cuántas veces invocan a Dios los mexicanos mientras presencian un partido de fútbol. Ay, Diosito santo, que no meta gol el América. Ojalá el equipo juegue como Dios manda. Dios mío, que el San Luis injerte el pepino en la cabaña. Ganamos dos cero, bendito sea Dios. Dios me perdone, pero ese arbitro está vendido. Perdimos como de costumbre, sea por Dios y venga más...

El mexicano se tutea con la Virgen, escoge sus santos como quien escoge a sus amigos, reza como si platicara en la intimidad del vecindario, recomienda la devoción a San Martín de Porres con el mismo desparpajo con que recomienda un remedio para el dolor de muelas, acude con éste o con otro santo según la necesidad que lo apremie, de la misma manera que va al Seguro Social a consultar al especialista ofrecido. El más allá tiene mucho de más acá. Lo invisible, en cuanto se puede, se le fuerza para hacerlo un poco visible. Dios mismo se vuelve cotidiano. El pan nuestro de cada día.

Mire usted qué confiancitas se gasta el mexicano desde el momento en que mezcla a Dios y los santos con jorobados, compadres, toreros, ladrones, soldados, chiquillos malcriados, dinero, burros, escobetas, muías, estornudos, sábanas. Su pequeño mundo pintoresco y desenfadado.

"Hágase la voluntad de Dios en las muías de mi compadre. Dios no cumple antojos ni endereza jorobados. Cada uno estornuda como Dios le ayuda. Y qué culpa tiene Dios que sus hijos sean malcriados. De que Dios dice a fregar, del cielo caen escobetas. No hay  más amigo que Dios ni más pariente que un peso. Soldados, ni del Santo Entierro. Este es capaz de empeñar hasta la Sábana Santa. Cuando la burra es mañosa, aunque la carguen de santos".

Y estos otros refranes que dicen las viejas tras el fuego, y fueran irrespetuosas parlerías si no tuvieran el sabor picante de la gracia y el aire delicioso de la familiaridad: "No quiero que Dios me dé, sino que me ponga dónde. Ya porque nació en Belén presume de Niño Dios. De Cristo a Cristo no más saltan las astillas. De cruz a cruz, la más apolillada se raja. Que lo torié Juan Diego que tiene ayate. Al cabo pal santo que es, con una limosna tiene. Se hace que la Virgen le habla, cuando ni le parpadea".

Si el mexicano acepta gustosamente el Credo, todo el Credo, desde creo en Dios Padre todopoderoso hasta la resurrección de la carne amén, no sucede lo mismo con los mandamientos. La fe, la enhiesta íntegra o casi. Donde comienzan las grietas y las cuarteaduras es en la moral, por el divorcio entre lo que cree y lo que practica. La verdad no se hace vida; ni la fe, compromiso.

Como de creer se trate, el mexicano cree en todo; pero a la hora de encarnar esa fe en obras, se salta los mandamientos a la torera. Cristaleros, boqueteros o simples mete-manos que le hacen al dos de bastos, empiezan su jornada de rodillas pidiéndole a Dios que les vaya bien, a ellos y a la policía, según regresan por la noche al templo para dejar, en el reparto de beneficios, algunas moneditas de limosna. Casas de citas hay que como cualquier casa honrada montan todo un desfile de imágenes de santos en las paredes de las alcobas. 

Y si de mandas se trata, los mexicanos son capaces de echarse una semana a pie recorriendo doscientos kilómetros para ir a visitar a la Virgencita de Guadalupe, pero son incapaces de casarse por la Iglesia  o renunciar al tercer frente. No digamos de las vecinas, tan hábiles rezanderas por la mañana cuando van a misa, y tan buscabullas y pleitistas a lo largo del día y de la noche, en que rematan con el inocente marido. 

De la moral cristiana, el mexicano guarda en la memoria una empobrecida idea negativista, en cuanto que la reduce a una serie de barreras y prohibiciones. No matarás, no mentirás, no hurtarás; Sin que se le ocurra voltear la moneda y mirar que el reverso luminoso y positivo es defensa de la vida, la verdad o la justicia. Piensa más en el pecado que en la gracia, más en el castigo que en el premio. La salvación misma se presenta no como un encuentro con Dios, sino como un escaparse del infierno aunque sea de panzazo como en los exámenes de la escuela, gracias al salvoconducto de una confesión urgida minutos antes de colgar los tenis. Entre tanto, ancha Castilla, darle gusto al gusto, y esto, sí que es vida.

Le preocupa estar bien con Dios, sin importarle tanto estar bien con el prójimo. El arranque de su vida moral parte de sí mismo y termina en Dios, en un puro verticalismo insuficiente.

Porque falta la otra línea horizontal que lo enchufa con el amor al prójimo. Se olvida, no  en la teoría sino en la práctica, que si de los diez mandamientos los tres primeros se refieren a sus obligaciones con Dios, los otros siete conciernen a sus deberes con el prójimo, es decir, con el hombre, con el mundo, con la historia, con el progreso, con la vida misma de trabajo, familia o profesión, en que está inmerso minuto a minuto.

Su imagen predilecta de Dios es la Divina Providencia, en la que el mexicano reconoce y adora a Dios como el padre que lo ama y ayuda. Sin embargo, suele extremar la providencia en providencialismo. El "sea por Dios" no se le cae de los labios ni de la conducta. Pero al acentuar la voluntad de Dios, a veces disminuye su propia voluntad con peligros de pasividad, tentaciones de inercia o situaciones confusas en que achaca a la voluntad de Dios precisamente lo que Dios no quiere. Como la frase que a veces oye uno, dicha con toda ingenuidad, pero con toda inexactitud, "ya estaría de Dios que fuéramos pobres". Contra apatía, superación. Para no trasladar a la voluntad de Dios lo que la voluntad humana puede y debe evitar o remediar a fin de estar precisamente en sintonía con la voluntad de Dios.

Y así vive o más o menos su religión el mexicano en un desdoblamiento raquítico y entumecido. Arriba, la acción providente de Dios; abajo, la conformista espera del hombre. Por un lado, el amor a Dios y por otro, el amor al prójimo. En este polo, la salvación del alma; en el polo opuesto, la salvación del hombre. Hasta aquí termina la  religión, desde aquí comienza la vida. Al concluir la misa del domingo, concluye también la expresión de la fe.

¿Hasta qué punto son católicos los mexicanos? ¿ Cuál es el talante de su cristianismo?  Los curiosos interesados podrían hacer un examen de conciencia a nivel nacional sobre el cumplimiento del Decálogo. Sería un test morrocotudo, puesto que "por sus obras los conoceréis". Por ejemplo:

Primer mandamiento: "Amarás a Dios sobre todas las cosas". Si usted, libreta en mano, se va a la calle y pregunta a cuanta gente encuentra si ama a Dios, además de ponerle una cara de susto, le contestará tartamudeando que sí, que en efecto lo ama. Y si en seguida usted dispara la segunda parte —¿pero de veras usted lo ama sobre todas las cosas?—, verá cómo el tartamudo se convierte en mudo. Amar a Dios, desde luego, cómo no; pero tanto como amarlo sobre todas las cosas. Esas cosas que se llaman el dinero, el vino, el negocio, la movida chueca...

Usted escriba y no juzgue a nadie. Deje a los fariseos hipócritas la boba tarea de clasificar pecados y señalar pecadores. De lo interno, ni la Iglesia. Allá la conciencia de cada quién. Ahora que si usted se cree limpio, tire la primera piedra. Verá usted cómo enseguida le llueve una pedriza. Por eso limítese a hacer su test como Dios manda.

Segundo mandamiento: "No jurarás el nombre de Dios en vano". Indefenso como ha vivido durante siglos el frágil mexicano, se la pasa aclamando al gobierno que más pueda, persiguiendo influyentes, solicitando apoyos y respaldos, coleccionando tarjetas y cartas de recomendación. Como la yedra que necesita el tronco.
Tal vez por eso, porque a él solo ni le creen lo que dice, ni le sueltan dinero, ni le hacen caso, sino que para colmo se lo tiran a Lucas tachándolo de loco irracional, tal vez por eso tenga que recurrir al nombre de Dios, a ver si así lo atienden, que mejor firma de aval no se halla otra. "Verdad de Dios". "Por Diosito santo te lo digo". Luego hace la cruz con la mano y le imprime un beso. Pero blasfemias, en cuatro siglos no se ha dicho una.

Tercer mandamiento: "Santificarás las fiestas". A ojo de buen cubero, el día menos santo es exactamente el domingo, día del Señor, pues que represada la gente por el estudio y el trabajo de la semana, el domingo se desboca en todo lo que usted está pensando. Eso, eso mismo, y lo otro, y lo de más allá. ¡Ah bárbaros!

Apenas un treinta por ciento de los obligados oye la misa del domingo. Los demás como si ni repicaran las campanas. Lo de oír misa es un buen decir, pues muchos son los que no oyen nada, ésos que no más van a hacer bulto a las puertas del templo, en plena calle, donde la homilía del padrecito queda hecha trizas por el rugido de los automóviles de los juniors.

Los únicos que respetan los "días de guardar" son los católicos de Monterrey, para cuyo espíritu austero y ahorrador todos los días debieran ser de fiesta, muy aptos para "guardar" lo que se tiene y gastar lo menos posible. Esta tesis puede usted leerla en un antiquísimo libro de 1600, titulado "Cartas del Caballero de la Trenza", escrito nada menos que por don Francisco de Quevedo.

Cuarto mandamiento: "Honrarás a tu padre y madre". El mexicano se limita a cumplir exactamente la mitad del precepto. A la madre, vaya que si la honra con flores y besos hasta la adoración, la madrecita santa. Al padre, le da los buenos días, lo respeta, lo teme, miedo o precaución, quién sabe; le da las buenas noches, le saca el dinero que puede; pero tanto como honrarlo, lo que se dice honrar a este pobre viejo que después de estar todito endrogado por darles educación a los hijos comprueba que aunque está calvo por los frentazos que se ha dado con la vida, alguien en casa le está tomando el pelo.

El mexicano honra a la madre el 10 de mayo, pero deja de honrarla el resto del año, que es un resto, nada menos que de 364 días.
Aunque viéndolo bien, es tanto lo que el mexicano honra a la madre, a la madre universal, a todo ser que conlleva el soberano privilegio de la maternidad, que ni olvida jamás a su propia madre, ni en caso ofrecido deja de recordar a la madre de quien sea.

Quinto mandamiento: "No matarás". Con dos palabras la ley prohíbe atentar contra la salud y la vida, la propia y la ajena, valor esencial del hombre que el mexicano devalúa hasta el exterminio. "No vale nada la vida, la vida no vale nada".

Homicidios. Se comete uno en el país cada 95 minutos. El homicidio figura en tercer 
lugar entre las causas de la muerte de los mexicanos, después de la bronquitis aguda y la tuberculosis. Lesiones. Hay un delito de lesiones cada 38 minutos, sin contar los que no llegan a conocer jueces y tribunales.

Suicidios. Unos mil al año, con marcador favorable a los varones. Las mujeres, aun en la tumba, llevan siempre las de perder.

Accidentes de tránsito. En comparación con estadísticas de otras naciones, México resulta una de las naciones más peligrosas en sus calles y carreteras. Según datos de 1973 del Consejo Nacional de Prevención de Accidentes, en los últimos 25 años se han registrado 40,000 muertos y 250,000 heridos. Entre 1970 y el año 2000, morirán por accidentes de tránsito 350,000 mexicanos y los lesionados sumarán tres millones 
seiscientos mil.

Alcoholismo. Uno de cada 25 conductores en las calles, entre las 6 de la tarde v las 3 de la mañana, está intoxicado de alcohol, según los dictámenes legales. Entre la mitad y las dos terceras partes de los accidentes mortales de la circulación se deben al alcoholismo. El 83 por ciento de los suicidas atentan contra la vida estando bajo los efectos del alcohol.

Existen en el país tres millones de perfectos alcohólicos, pecado nacional, más grave que el problema de los accidentes, más devastador que las inundaciones y los temblores, más extendido que el auge de las toxicomanías. Aunque con una diferencia: para los drogadictos, el pánico y el asco; para los borrachitos, así en diminutivo cariñoso, la bendición social.

El 33.2 por ciento de los sueldos promedio de los mexicanos va a parar a las cantinas. Exactamente una tercera parte de lo que ganan.

Sexto mandamiento: "No fornicarás". En México los Mandamientos de la Ley de Dios se reducen a uno: el sexto, el "sexy" mandamiento, que automáticamente se conecta, como por Lada, con el noveno: "No desearás la mujer de tu prójimo". Ni el hombre de tu  prójima, para que las señoras no se crean con derechos de excepción ni fueros de inocencia. Que "todos somos hijos de Adán y Eva, aunque nos diferencia la seda".
Es fácil constatar el subdesarrollo de un pueblo cuando el estómago y el sexo constituyen las dos aspiraciones fundamentales de la ciudadanía. Poder comer y tener mujer. Doble hambre y con excelente apetito, que todavía es peor. Con lo que el mexicano subdesarrollado resulta dos veces proletario, tanto por los pocos bienes con que cuenta como por la mucha prole que ya ni cuenta, resultado de un agudo padecimiento de machismo, enfermedad de hombres poco hombres.

Racialmente el mexicano proviene de unos indios nada tristes sino muy asiduos a la poligamia, y de unos españoles cascabeleros expertos en donjuanismo mucho antes que Don Juan entrara a escena. Ambientalmente el mexicano aspira y transpira un aire contaminado de obsesión sexual. Moralmente, por deficiencias de una recta formación de  conciencia que viene heredando de siglos, considera que el sexto mandamiento es casi el único vigente, que los pecados de fornicación ésos sí son dignos de ser pecados, mientras  que los demás, pelillos a la mar. Cuando Paulo VI publicó la encíclica "Humanae vitae" sobre el matrimonio, la regulación de nacimientos, la paternidad responsable, hasta los malos católicos se inquietaron; pero cuando el mismo Papa promulgó la "Populorum progressio" en defensa de los oprimidos y en favor de la justicia social, hasta los buenos católicos se callaron.

Muchos mexicanos piensan que basta con santificarse de la cintura para abajo y que la justicia sale sobrando, pues es el mejor método para no ganar dinero. Pero aun en sus preocupaciones por el Sexto Mandamiento, aun ahí, fallan muy olímpicamente. Porque establecen una doble moralidad. Al hombre se le permite y festeja cualquier transgresión, que para eso es hombre, conforme a la mujer, por el delito de ser mujer, no le perdonan ni el guiño más inofensivo. Y para colmo, el mexicano divide a las mujeres en dos categorías, las buenas y las malas, las vírgenes y las perdidas. Las buenas son las mujeres que dependen de él: novia, esposa, hijas, hermanas solteronas. Las demás son las demás, allá ellas. Y allá ellos, que con tan poca cosa se conforman.

Séptimo mandamiento: "No hurtarás", que se enlaza con el décimo, "no codiciarás los bienes ajenos", porque tan malo es robar como desearlo. ¿Cómo andamos por ahí? El viejo refrán contesta: "Sólo la cruz no roba", y eso porque no puede mover los brazos.

Con una fantasía que envidiara la ciencia-ficción, el mexicano conoce las mil y una técnicas para robar, y el hombre sabe hacerlo con soltura, con gracia, con imaginación creadora, con envidiable sangre fría, convencido de que eso no es robo ni pecado.

¿Ratero yo?, ni lo permita Dios.

Hay un robo en el país cada 48 minutos, un fraude cada 9 horas, un abuso de confianza cada 10. En estas cifras no están comprendidas otras gordas pillerías que jamás conoce el juez, por ejemplo: Los aviadores que cobran en tres nóminas sin trabajar en ninguna; los prestamistas usureros; los acaparadores de alimentos y materias primas más negros que el mercado que manejan; los patronos que hacen como que pagan y los obreros que hacen como que trabajan; los ciudadanos expertos en defraudar el fisco; los comerciantes-gato-por-liebre que engañan en cuanto a la cantidad o calidad de lo que venden; los coyotes avorazados, los chiveros contrabandistas, los empistolados abigeos, los paracaidistas testarudos y los inefables mordelones de heroica tarascada al filo del soborno. 

Y cómo olvidar a los basteros de electrizadas manos para bolsear al más precavido; los carteristas escurridizos entre la balumba de los autobuses urbanos; los coscorroneros de eficacia de buldozer, pues en un santiamén horadan espesos techos de hormigón para introducirse en apetitosas joyerías; los cristaleros volátiles que dan el aletazo y emprenden el vuelo en el automóvil que cambió de dueño; los chicharroneros mágicos que cualquier candado y cerradura violan, igual que "sésamo ábrete"; los valientes jauleros que no temen encerrarse en comercios y aun en templos, los muy sacrílegos, para aprovechar la soledad nocturna; los paleros hipócritas, sepulcros blanqueados, cuya inocente sonrisa de benditos asegura el timo; los llamados "cuentistas" por el diccionario del hampa, ingeniosos candidatos al Premio Nobel de novela que sin meter la mano sino la pura lengua, son capaces de robarse hasta el Santo Entierro gracias a la facilidad asombrosa con que 
enredan embustes y sazonan fábulas; las sinvergüenzas cruzadoras que unas con otras se dan la mano para disimular y compartir; los "misioneros" o turistas, especie de andante caballería-siglo-veinte, peregrinos del hurto, de ciudad en ciudad y de feria en feria; y qué decir de las farderas, señoras de rostro metafísico que roban a sus anchas en tiendas y supermercados mientras las señoritas dependientes saborean la rigurosa torta de su media mañana; y los peliculescos asaltabancos y enmascarados secuestradores de última moda, señores de todos nuestros respetos.

Dígame usted, después de este desfile, si será fácil que fructifique la justicia social en las estructuras de la nación, si no hay para cuándo florezca la virtud de la justicia en la conciencia de los mexicanos.

Octavo mandamiento: "No levantarás falsos testimonios ni mentirás". Las infracciones  a este precepto que así sale por los sagrados fueros de la verdad, son las mismas en México que en cualquier otro país. Los mismos chismes de vecindad, las mismas lenguas viperinas más alertas de cuanto acontece que la United Press y la France Press unidas, las mismas Sociedades de Elogios Mutuos, la adulación al mandamás en turno, la pintarrajeada publicidad que superlativiza y agiganta hormigas, los falsos testimonios en los juzgados, las acusaciones intuitivas de las esposas contra los maridos, la supina demagogia de los líderes.

Nada nuevo, como usted ve. Si acaso lo único original con que podemos presumir, sean tres o cuatro mentirijillas piadosas que nadie cree, como el machismo del varón mexicano, la abnegación de la mujer mexicana, la firmeza del peso mexicano y "lo hecho en México está bien hecho". Dios nos agarre confesados. Así sea.

*Vida, Pasión y Muerte del Mexicano
-Notas y Costumbrismo-
15a Edición 1977
Editorial Jus

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